Hay en el Museo de Louvre, en París, un
famoso cuadro de Murillo que se conoce con el nombre de “La
Cocina de los Ángeles”. En dicha obra se ve, en la cocina
del convento, a San Diego de Alcalá en éxtasis, entre los
cacharros, las vituallas y los fogones, mientras un grupo de
ángeles, con diligente indiferencia, se dedican a hacer los
menesteres de los pinches y maritornes. Es una verdadera obra maestra
de ese milagroso realismo español que sabe unir lo más
ordinario y vulgar con lo más elevado y simbólico.
Murillo, La cocina de los Ángeles (1646)
Así como en el convento de San Diego
los ángeles bajaban a la cocina a entregarse a las más
humanas tareas, representando de este modo el hecho de que la presencia
de lo espiritual y trascendental puede hallarse en las cosas y
quehaceres más insignificantes, así también la
historia, el misterioso ángel del destino de la humanidad puede
vislumbrarse entre los guisos y los platos.
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La cocina o la necesidad de alimentarse ha
sido, ciertamente, una de las fuerzas de la historia. Las rutas en
busca de la sal fueron de las primeras rutas por donde los pueblos
primitivos se movieron para crear los primeros contactos de donde
surgió la civilización. |
El trigo, el aceite y el vino
fueron grandes agentes de la historia de los pueblos
mediterráneos. El viaje de Marco Polo está ligado a una
serie de novedades gastronómicas para el mundo occidental.
La
búsqueda de las especias para sazonar las comidas de los
potentados fue uno de los mayores impulsos de la era de los
descubrimientos geográficos. El chocolate y las papas del Nuevo
Mundo transformaron la vida europea. |
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Estas últimas contribuyeron
de modo decisivo al crecimiento demográfico y al desarrollo del
poderío militar y económico de Europa.
Es posible mirar la cocina como un compendio
de toda la historia pasada de los pueblos. En las materias, en las
combinaciones, en las salsas están como resumidos los
descubrimientos, las conquistas, las batallas, las hazañas de
los grandes reyes y conductores de pueblos del pasado.
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En una cocina de aspecto tan tradicional
como la del Museo de Arte Colonial de Caracas es posible hallar la
historia del país en testimonios mudos tan claros y elocuentes
como las que en los estratos de la tierra guardan la huella de los
grandes acaecimientos geológicos. |
Había en ella elementos
indígenas y españoles. Pimpinas de tierra criolla y
botijas castellanas que vinieron llenas de aceite. Había el
pilón de maíz del indio y el budare para cocer las
arepas, junto a la olla española y a los platos de loza azul de
Delft o de Rouen traídos por los contrabandistas de las
Antillas.
La jícara de chocolate, la barrica de vino y la
cafetera, se acercaban como los representantes de tres tiempos y de
tres mundos, allegados y reconciliados en un contacto creador de nuevas
formas. |
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El chocolate de América, el vino de Europa y el
café del cercano Oriente. En la mano hacendosa de la cocinera
criolla guardaban secreta la presencia de grandes sucesos
históricos: La expansión del Islam, la
romanización de Europa, el descubrimiento de América.
Ese significado histórico de lo que
se come no ha desaparecido de nuestras modernas cocinas. Junto a los
relucientes aparatos andan los invisibles ángeles del pasado. |
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En
la comida de un día en cualquier casa de Caracas, es posible
hallar concentrada la historia de varios siglos. |
La presencia de las papas, de la yuca, de la
arracacha, del ñame, de cualquiera de esos variadísimos y
suculentos tubérculos, en que tanto abunda nuestra cocina, es
como el sello indeleble de la americanidad. La flora americana ha sido
muy rica en tubérculos alimenticios.
Los primeros exploradores
españoles notaban con asombro la gran cantidad de raíces
comestibles que utilizaban los indios. |
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Para los que leían, desde la orilla europea las narraciones de los viajes heroicos debía
parecerles de las peores miserias aquel tener que alimentarse de
raíces a que hacían tan patética referencia los
cronistas. |
El jesuita Joseph de Acosta, en su Historia
Natural y Moral de las Indias, publicada a fines del siglo XVI, nos
ofrece como el primer gran inventario de la naturaleza americana.
Allí tienen esas raíces alimenticias su asombrada
evocación. Acosta escribe desde España y en sus palabras
hay como la nostalgia de los sabores indianos:
“Aunque en los
frutos que se dan sobre la tierra es más copiosa y abundante la
tierra de acá, por la gran diversidad de árboles frutales
y de hortalizas; pero en raíces y comidas debajo de tierra
paréceme que es mayor la abundancia de allá...
allá hay tantas que no sabré contarlas. Las que ahora me
ocurren, ultra de las papas que son lo principal, son ocas y yanaocas,
y camotes y batatas, y jícamas y yuca cochucho y caví, y
totora y maní y otros cien géneros que no me
acuerdo”.
Cada una de esas nutricias raíces
lleva el aroma y la esencia de la tierra americana en cuyo seno se ha
formado. Son como los vivos tuétanos del mundo nuevo. Quienes
aprendieron a comerlas recibieron una iniciación que los
incorporaba a un nuevo orden. La sensibilidad para lo americano, acaso,
empezó a hacerse por la boca.
Los castellanos, hechos a la vaca,
al carnero, la revuelta olla, comenzaron a acostumbrarse a las mazorcas
de maíz, a la tierna papa, al chocolate aromoso. La comida
había comenzado a modificar su sensibilidad. Cuando regresaban a
España añoraban los alimentos americanos.
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Habían aprendido a cambiar el pan de
trigo, contemporáneo del latín y de la
romanización, por aquellos otros extraños panes
americanos como el cazabe y la arepa. |
Blancos panes, sin levadura, de
suave consistencia, con los que el indio se había alimentado
desde la más remota antigüedad. |
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En las frutas habían ocurrido
también grandes descubrimientos. El cronista Juan de Castellanos
los nombra, con golosa emoción, en su encantadora
descripción de la isla de Margarita. Eran frutas de otras
formas, de otros sabores, de otra consistencia que las que habían
conocido en Europa.
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Estaban allí las guanábanas y los
anones de alba y perfumada carne; las piñas, tan jugosas y
aromáticas; los mamones y cotoperices, de breve y deliciosa
pulpa; las guayabas de rosados granos, llenas de voluptuosa fragancia. |
Toda una embriaguez de formas, colores y sabores, que pronto se
combinó con las frutas traídas de Europa. Especialmente
con los higos y las uvas, tan familiares a los hombres del
Mediterráneo, y la naranja, que es como el Ulises del reino
vegetal. En la crónica admirable de Bernal
Díaz del Castillo está la historia del primer naranjo en
tierra mexicana. En un viaje anterior al de Cortés, el buen
soldado Bernal habla traído algunas semillas de naranja.
Junto a
uno de los pueblos de la costa las sembró. Tiempo
después, cuando volvió con Cortés a la conquista
definitiva, halló el árbol nuevo cargado de doradas
frutas |
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Así se fue haciendo la mezcla de lo europeo y lo
americano, que es la condición peculiar del alma criolla.
Naranjas traídas por el conquistador y pitahayas y anones del
indio combinando sus contrapuestas solicitaciones en un mismo paladar.
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Los que llevaron la naranja a México
encontraron allí el tomate. Otro fruto no menos maravilloso, que
puso su nota de grana en la rica y variada mesa criolla. |
Las combinaciones de esos frutos, venidos de
apartadas regiones y mezclados por la historia como símbolo de
su propio proceso de mestizaje, fue uno de los rasgos
característicos del estilo de vida del criollo. Tanto como en la
arquitectura o en la literatura o en la etnografía se
podría seguir en la cocina el proceso de la formación de
la civilización hispanoamericana.
El chocolate, con su oscura sustancia, con
su divagante olor, con los espesos y espumosos meandros de su gusto, se
combinó admirablemente con el estilo barroco, que
predominó en el arte hispanoamericano. Algunos dulces
están hechos de una combinación barroca de influencias
indígenas y europeas, no menos notable que la que da su
característica belleza a tantos santuarios de los siglos XVII y
XVIII en los viejos virreinatos. En dulces como el
“bien-me-sabe” venezolano o el alfajor del Sur, la
abundancia de sabores distintos se combina en una riqueza de formas que
recuerda las columnas salomónicas, los arcos truncados, la
decoración de oros, angelotes y flores de la Iglesia de la
Compañía de Quito o del Santuario de Ocotlán, en
México.
Son manifestaciones equivalentes de una
misma situación histórica. El mismo espíritu que
animaba las manos creadoras de los alarifes en los muros de aquellos
templos, movía las manos hacendosas de las esclavas y de sus
amas en la cocina.
En este sentido, nada es más barroco
que aquel increíble banquete que ofreció Cortés en
la ciudad de México. Aquella especie de delirio
gastronómico en que, durante varias horas, se sirvieron
centenares de variados manjares. Venados enteros, pasteles rellenos de
palomas vivas que salían volando al levantar la corteza, fuentes
y caños de vino, guisos de todos los colores y formas. Aquella
mesa debía ser como un gran mapa en relieve del mundo fabuloso
de la caballería andante, por el que los conquistadores
sentían abierta predilección. Cordilleras de palominos,
picos de torrejas, llanuras de hojaldre, lagos de salsas y glaciares de
crema. Muchos comensales se desmayaron. Los silenciosos servidores
aztecas paseaban su felino paso y sus quietas pupilas por aquella
erupción volcánica de voces, trajes de colores, viandas y
condumios.
Así como por una medalla enterrada o
por un fragmento de fuste de columna el arqueólogo puede
comenzar a reconstruir toda una civilización, así
también es posible reconstruir, por la cocina, el pasado de una
nación.
Para un hombre con suficiente sentido y
percepción de lo histórico sería suficiente entrar
en una fonda de pueblo criollo para ver desplegarse sobre la mesa, como
por un conjuro, todo el proceso de la historia.
Vería allí lo que trajo
España y lo que aportaron los indios. Lo que con los
conquistadores vino del largo proceso de formación de la
civilización mediterránea. |
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El aceite y el trigo de los
griegos y de los romanos que incorporaron España a su mundo; la
grasa de cerdo de los iberos; el maíz de los indios. Cada
elemento ha sido traído por la historia y, a su vez, evoca la
historia. |
Distintas religiones, distintas lenguas, distintos tiempos
comparecen en la mesa de la fonda anunciando su presencia en la
formación del alma colectiva. La naranja vino con el Islam hasta
España; el mango vino desde la India con los ingleses hasta las
Antillas.
Lo que somos como pueblo algo tiene que ver conque los
musulmanes entraran en España, y con que los ingleses se
establecieran en las islas del Caribe. Esta historia está
narrada en las frutas y en los alimentos. |
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Una bebida como el guarapo de
caña es casi un complejo histórico, y para descifrarlo
adecuadamente habría que describir la evolución del mundo
occidental por cerca de un milenio. Los varios y azarientos cambios que
llevaron la caña y la técnica de producción de
azúcar hasta las Antillas y que trajeron al negro de
África para que la elaborara con la presencia de su magia, de
sus cantos y de su sangre.
Hay platos en los que se ha concentrado la
historia como en un conciso manual. Nuestra hayaca, por ejemplo, es
como un epítome del pasado de nuestra cultura. Se la puede contemplar
como un breve libro lleno de delicias y de sugestiones.
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En su cubierta está la hoja del
plátano. El plátano africano y americano, en el que el
negro y el indio parecen abrir el cortejo de sabores. Luego está
la luciente masa de maíz. El maíz del tamal, de la
tortilla y de la chicha, que es tal vez la más americana de las
plantas. |
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Ya Andrés Bello veía en su espiga algo de
plumaje de cacique indio. Los mayas, los incas, los aztecas, los
chibchas, los caribes, los araucos, los guaraníes, fueron
pueblos de maíz. Se alimentaban con la masa de las mazorcas
molidas sobre la piedra. |
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En la carne de gallina, las aceitunas y las
pasas está España con su historia ibérica, romana,
griega y cartaginesa. En lentas invasiones sucesivas fueron llegando a
la península estos alimentos.
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Toda la tremenda empresa de la
conquista está como sintetizada en la reunión, por medio
de sus frutos, de las gentes del maíz, con las de la viña
y los olivos. Pero también en el azafrán que colorea la
masa y en las almendras que adornan el guiso están los siete
siglos de la invasión musulmana. La civilización que
culmina en la corte de Córdoba bajo Abderramán III, y que
tanto influye en la formación del alma que España ha de
traer a la conquista americana, asoma también en la hayaca. Y la
larga búsqueda de las rutas de las caravanas de la Europa
medieval hacia el Oriente fabuloso de riquezas y refinamientos
está en la punzante y concentrada brevedad del clavo de olor.
Hay muchas gratas maneras de estudiar la
historia. Estudiarla, por ejemplo, en el arte: en aquel imaginario
museo que ha inventado André Malraux, donde toda la
evolución de los pueblos está representada en colores y
en formas. |
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Van Gogh,
Campo de trigo con cipreses (1889) |
Estudiarla en la música: desde los cantos primitivos,
pasando por el solemne gregoriano de la Edad Media, hasta el atonalismo
de nuestros días. Seguirla en la evolución de la danza o
en la de la poesía.
Entre ellas está, sin duda, la de
evocarla y seguirla en la cocina. En lo que el hombre come, y en la
sazón en que lo come, está la obra de los siglos en un
compendio que sabe despertar lo mismo el gusto de la carne que el gusto
del espíritu.
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