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En contraste con nuestra época,
la ética medieval poseía claras delimitaciones. |
De esta manera, el hombre
medieval cuenta con una suerte de código de conducta que le señala claramente
como debe ser su actuar. Esta codificación tiene su base, por un lado, en las llamadas “Virtudes Cardinales” (Castidad, Templanza, Caridad, Diligencia, Perdón, Amabilidad, Humildad),
verdaderas llaves maestras que posibilitan el ejercicio de una conducta
conforme con lo que es éticamente correcto. Por otro lado, los “Pecados
Capitales” (denominados así por ser “cabeza” o principio de todos los demás
pecados) muestran claramente la cuna de todo lo moralmente reprobable.
Esta
codificación moral (que si bien fue formulada en el medioevo tiene una
sorprende actualidad), está cruzada transversalmente por una problemática ética
fundamental: la posibilidad de acoger hospitalariamente al “otro”, al prójimo
(el que está próximo) como una persona válida por sí misma.
Dicho de otra
manera, el entender a los seres humanos que están frente a mí, cualquiera sea
su condición, como un “interlocutor válido”, como un fin en sí mismo. Como
veremos más adelante, Lo que verdaderamente constituye el mal moral es entender
al “otro” como un “medio”, como un objeto que puede ser utilizado para el
propio beneficio, en conformidad al principio del “amor a sí mismo”.
Veamos a
continuación una síntesis de la definición de cada uno de estos conceptos, nos
hemos basado en un antiguo pero esclarecedor “diccionario de teología” (se han
alterado la redacción, la extensión y la ortografía castellana antigua en
función de la comprensión, así mismo se han traducido algunas citas que en el
texto original aparecen en latín).
Pecados Capitales
En la moral cristiana, son un tipo de pecado
mortal originado por distintos vicios, los más comunes o más importantes del
comportamiento humano.
La clasificación actual es la que
realizó Santo Tomás de Aquino, aunque no hizo más que concretar la ya realizada
por Gregorio I, el Magno hacia el año 600:
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- Soberbia
- Envidia
- Lujuria
- Ira
- Gula
- Avaricia
- Pereza (antes llamada acidia o acedía, que no es
exactamente lo mismo)
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I . La Soberbia |
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Es el principal de los pecados
capitales. Es la cabeza de “todos” los restantes pecados. Recordemos que por
esta falta, según la teología cristiana, el hombre fue expulsado del jardín del
paraíso. Es una ofensa directa contra Dios, en cuanto el pecador cree tener más
poder y autoridad que Dios. En general es definida como “amor desordenado de sí
mismo”. Según Santo Tomás la soberbia es
“un apetito desordenado de la propia excelencia”. Se considera pecado
mortal cuando es perfecta, es decir, cuando se apetece tanto la propia
exaltación que se rehúsa obedecer a Dios, a los superiores y a las leyes. Se
trata de renunciar a Dios en cuanto es Verdad y sentido conductor de la
existencia e instalarse a sí mismo como Verdad suprema e infalible y como
fundamento de la acción humana. De la misma manera, y guardando las distancias,
se aplica al respeto y a la consideración que los subordinados le deben a las
autoridades legítimamente constituidas. De la soberbia se desprenden las
siguientes faltas menores:
- La Vanagloria: es la complacencia que
uno siente de
sí mismo a causa de las ventajas que uno tiene y se jacta de
poseer por sobre
los demás. Así mismo, consiste en la elaborada
ostentación de todo lo que pueda conquistarnos el aprecio
y la consideración de los demás.
- La
Jactancia:
falta de los que se esmeran en alabarse a sí mismos para hacer valer
vistosamente su superioridad y sus buenas obras. Sin embargo, no es pecado
cuando tiene por fin desacreditar una calumnia o teniendo en miras la educación
de los otros.
- El Fausto: consiste en querer elevarse por sobre los demás en
dignidad exagerando, para ello, el lujo en los vestidos y en los bienes
personales; llegando más allá de lo que permiten sus posibilidades económicas.
- La Altanería: Se manifiesta por el modo imperioso
con el que se trata al prójimo, hablándole con orgullo, con terquedad, con tono
despreciativo y mirándolo con aire desdeñoso.
- La Ambición: Deseo desordenado de elevarse en
honores y dignidades como cargos o títulos, sólo considerando los beneficios
que les son anexos, como la fama y el reconocimiento.
- La Hipocresía: Simulación de la virtud y la honradez
con el fin de ocultar los vicios propios o aparentar virtudes que no se tienen.
- La Presunción: Consiste en confiar demasiado en sí
mismo, en sus propias luces, en persuadirse a uno mismo que es capaz de
efectuar mejor que cualquier otro ciertas funciones, ciertos empleos que
sobrepasan sus fuerzas o sus capacidades. Esta falta es muy común porque son
rarísimos los que no se dejan engañar por su amor propio, los que se esfuerzan
en conocerse a sí mismos para formar un recto juicio sobre sus capacidades y
aptitudes.
- La
Desobediencia:
es la infracción del precepto del superior. Es pecado mortal cuando esta
infracción nace del formal desprecio del superior, pues tal desprecio es
injurioso al mismo Dios. Pero cuando la violación del precepto no nace del
desprecio sino de otra causa y considerando la materia y las circunstancias del
caso, puede ser considerada una falta menor.
- La Pertinacia: consiste en mantenerse adherido al
propio juicio, no obstante el conocimiento de la verdad o mayor probabilidad de
las observaciones de los que no piensan como el sujeto en cuestión.
El remedio radical contra la
soberbia es la humildad. Según el cristianismo, “Dios abate a los soberbios y
eleva a los humildes" (Luc. 14).
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II . La Envidia |
La envidia es definida como “Desagrado, pesar,
tristeza, que se concibe en el ánimo, del bien ajeno, en cuanto este bien se
mira como perjudicial a nuestros intereses o a nuestra gloria: "tristia de bono
alteriusin quantum est diminutivum propiae gloriae et excellentiae”. De esta
manera, para saber si la envidia es una falta moral, es necesario investigar el
verdadero motivo que produce la tristeza que se siente frente al bien que posee
el prójimo. De esta manera la envidia no es pecado cuando:
- Nos entristecemos por el cargo,
potestad o bienes materiales alcanzado por quien no los merece y podría hacer
mal uso de esa autoridad causando grave daño a sus semejantes.
- Sentimos insatisfacción por los
bienes que posee quien no los merece y en vista de que nosotros le daríamos
mejor fin. Por ejemplo, el que abunda en riquezas haciendo mal uso de ellas:
los avaros que no hacen uso de sus bienes ni para beneficio propio ni para el
de los demás.
- Otras veces, nos entristecemos,
no tanto de lo que el otro posee como del hecho de que nosotros carecemos de
ese bien, si esta constatación nos muestra el tiempo y las oportunidades
perdidas y alienta nuestro propio sentido de superación.
La envidia es falta gravísima,
cuando nos incomoda y angustia a tal grado el bien o los bienes materiales del
otro, que deseamos verlo privado de aquellos bienes que legítimamente ha
conseguido y al que, nosotros, por nuestra impotencia, no hemos logrado
conseguir. De esta manera, este deseo de ver privado al otro de sus bienes nos
puede conducir a procurar, por todos los medios, a efectivamente quitarle esos
bienes o de hacer ver, con el uso del chismorreo, que aquel no debería poseer
lo que posee. La mentira, la traición, la intriga, el oportunismo entre otras
faltas se desprenden de esta tristeza frente al bien ajeno y a nuestra propia
incapacidad de acceder a tales bienes.
III . La Lujuria |
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Tradicionalmente, se ha entendido
la lujuria como “appetitus inorditatus delectationis venerae” es decir como un
apetito desordenado de los placeres eróticos. La tradición cristiana subdividió
este pecado en la simple fornicación, el estupro, el rapto, el incesto, el
sacrilegio, el adulterio, el pecado contra la naturaleza, comprendiendo bajo
esta última especie, la polución voluntaria, la sodomía y la bestialidad. La
lujuria sería siempre un “pecado mortal” pues involucra directamente la
utilización del otro, del prójimo, como un medio y un objeto para la
satisfacción de los placeres sexuales.
Hay en este pecado dos grandes
principios en juego:
- El verdadero concepto del amor
- La finalidad de la
sexualidad
El cristianismo –y gran parte de la tradición clásica especialmente
la griega–, entienden por “amor” algo muy distinto de lo que el mundo
contemporáneo comprende. El concepto de amor tiene una importancia central en
el cristianismo. De hecho Dios mismo es identificado con el amor. Para el
cristiano el amor es “superabundancia”, capacidad de dar y de darse, “caritas”,
en definitiva: caridad, una de las tres Virtudes Teologales. De esta manera el
amor implica un donarse, un darse por el otro, por el prójimo. Recordemos la
segunda parte del único mandamiento que anuncia el Nuevo Testamento: “...amar
al prójimo como a sí mismo”.
El amor cristiano, y también el griego, está, de
esta forma, desligado en su origen de cualquier tipo de sexualidad, incluso de
la corporeidad. Lo erótico es una consecuencia, un plus totalmente
prescindible. La casi sinonimia entre amor y sexo es producto de la modernidad.
El “hacer el amor” como sinónimo de “relación sexual” es el mejor ejemplo de lo
anterior.
La Lujuria
sería entonces totalmente contraria al amor –y a Dios– entendido en términos
cristianos. El pecado de la lujuria no considera al otro como una “persona”
válida y valiosa en sí misma, como un fin en sí misma por el cual tendríamos
que darnos. El otro pasa a ser un objeto una cosa que satisface la más fuerte
de las satisfacciones corporales, el placer sexual. Aun más, el sujeto mismo
que incurre en un acto lujurioso se convierte a sí en un objeto, que olvida o
suspende su propia dignidad.
Por otro lado, para el pensamiento cristiano la
sexualidad tiene una finalidad preestablecida, única y clara. La reproducción y
la perpetuación de la especie. Esta clara finalidad da también sentido a la
existencia del hombre ordenado su acción en vista del amor de Dios. La lujuria,
en cambio, que no tiene en vistas la finalidad de la reproducción y que por
esto pierde todo sentido, se convierte en una acción vacía, sin sentido, que de
alguna manera “nadifica” al hombre y lo aleja del Ser de Dios.
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IV. La Ira |
“Appetitus inordinatus vindictae” es decir, un
“apetito desordenado de venganza”. “Que se excita –continua la definición
latina– en nosotros por alguna ofensa real o supuesta. Requiérase, por
consiguiente, para que la ira sea pecado, que el apetito de venganza sea
desordenado, es decir, contrario a la razón.
Si no entraña este desorden no
será imputado como pecado”. De esto ultimo se desprende que habría una ira
“buena y laudable” si no excede los límites de una prudente moderación y tiene
como fin suprimir el mal y reestablecer un bien. “El apetito de venganza es
desordenado o contrario a la razón, y por consiguiente la ira es pecado, cuando
se desea el castigo al que no lo merece, o si se le desea mayor al merecido, o
que se le infrinja sin observar el orden legítimo, o sin proponerse el fin
debido que es la conservación de la justicia y la corrección del culpable.
Hay
también pecado en la aplicación de la venganza, aunque esta sea legítima,
cuando uno se deja dominar por ciertos movimientos inmoderados de la pasión. De
esta manera la ira se convierte en pecado gravísimo porque vulnera la caridad y
la justicia. Son hijos de la Ira:
el maquiavelismo, el clamor, la indignación, la contumelia, la blasfemia y la
riña”.
De la definición anterior se desprende que la ira
es el uso de una fuerza directa o verbal que trasgrede los límites de la
legitima restitución de un bien ofendido. La violencia, entendida como el uso
de la fuerza, si es desmedida, es claramente una anulación del otro. En el
asesinato, por ejemplo, que no corresponde a la legítima defensa, se pretende
evidentemente la nadificación del otro. En el lenguaje, mediante la ofensa o el
improperio, encontramos también el deseo de perjuicio e incluso de nulidad del
otro.
Es importante hacer notar que el
uso de la fuerza en contra del prójimo no siempre es un mal moral. Debe ser
entendida como un mal menor si el fin por el cual se realiza no es sólo la
anulación del otro sino que persigue fines legítimos como la conservación de la
vida propia o de terceros. Tal es el caso de la “guerra legítima” que procura
evitar la propia muerte o la privación de la legítima libertad a mano de un
invasor, la legítima defensa. El uso de la fuerza se justifica también cuando
se procura, con esto, el bien del otro, evitando de esta manera un daño mayor
que el dolor que se infringe.
La ira se convierte en pecado
gravísimo cuando nuestro instinto de destrucción sobrepasa toda moderación
racional y, desbordando todo límite dictado por una justa sentencia, se desea
sólo la inexistencia del prójimo.
V. La Gula |
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Como “uso inmoderado de los alimentos
necesarios para la vida” es definido este pecado. La definición teológica se complementa
con que “el placer o deleite que acompaña al uso de los alimentos, nada tiene
de malo; al contrario, en el efecto de una providencia especial de Dios para
que el hombre cumpliese más fácilmente
con el deber de su propia conservación. Prohibido es, empero, comer y
beber hasta saciarse por ese solo deleite que se experimenta”. De esta manera,
la religiosidad latina especifica estas faltas en:
- proepropere: comer antes de
tiempo o cuando se debe abstener de comer, por ejemplo en los días de ayuno señalados
por la Iglesia.
- laute: cuando se comen manjares que superan las posibilidades económicas de la
persona.
- nimis: cuando se bebe o se come en perjuicio de la salud de la persona.
- ardenter: cuando se come con extrema voracidad o avidez a manera de las bestias.
La gula se transforma en pecado en los siguientes casos:
- Cuando por el solo placer de
comer se llega al hurto o se reduce a la familia a la mendicidad.
- Cuando el deleite en el comer se
reduce a un fin único y preponderante en la vida.
- Cuando es causa de graves pecados
como la lujuria y la blasfemia.
- Cuando trasgrede los preceptos de
la Iglesia en
los días de ayuno y de abstinencia de ciertos alimentos.
- Cuando se provoca voluntariamente
el vómito para continuar el deleite de la comida.
- Cuando se auto infiere grave daño
a la salud o sufrimiento a si mismo y a los que lo rodean.
Además de lo dicho por la
teología tradicional, la gula tiene un aspecto que no debemos dejar de considerar. La gula es la
manifestación física de un apetito más profundo y significativo. El que cae en
las tentaciones de la gula, no sólo quiere consumir comida. Quiere, de alguna
manera, ingerir todo el universo. Asimilar, hacer suyo, todo lo exterior,
reducir todo lo otro a sí mismo. En este sentido la gula se mimetiza
estrechamente con la lujuria, se trata de ponerse por sobre lo otro, reducirlo,
objetivarlo y hacerlo suyo. De esta manera
el “glotón” se transforma en el único centro de referencia, en
conformidad con el principio del amor a sí mismo. El asimilar, reducir, el
universo en general y al prójimo en particular a sí mismo es la más radical
negación del otro.
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VI . La Avaricia |
La
teología cristiana explica el pecado de la
avaricia como “amor desordenado de las riquezas”, es
desordenado, continua,
“porque lícito es amar y desear las
riquezas con fin honesto en el orden de la justicia y de la caridad,
como por
ejemplo, si se las desea para cooperar más eficazmente con al
gloria de Dios,
para socorrer al prójimo etc. El crimen de la avaricia no lo
constituyen las
riquezas o su posesión, sino el apego inmoderado a ellas;
“esa pasión ardiente de adquirir o conservar lo
que se posee, que no se detiene ante los medios injustos; esa
economía sórdida
que guarda los tesoros sin hacer uso de ellos aun para las causas
más
legítimas; ese afecto desordenado que se tiene a los bienes de
la tierra, de
donde resulta que todo se refiere a la plata, y no parece que se vive
para otra
cosa que para adquirirla.”
“La avaricia, por consiguiente, es pecado mortal
siempre que el avaro ame de tal modo las riquezas y pegue su corazón a ellas
que está dispuesto a ofender gravemente a Dios o a violar la justicia y la
caridad debida al prójimo, o a sí mismo.”
En la avaricia se ven claramente
los elementos comunes a todos los pecados. Por un lado, el avaro pierde el
verdadero sentido de su acción poniendo el fin en lo que debería ser un medio,
en este caso la obtención y la retención de las riquezas. Lo que importa al
cristianismo es que el prójimo reciba, en justicia, la caridad que todos le debemos al
menesteroso. La avaricia es directamente contraria a la caridad en cuanto es un
“no dar”, más aun en privar a otros de sus bienes para tener más que retener.
Por otro lado, el privar al otro de sus
bienes, muchas veces con malas artes, y retener estos bienes en perjuicio del
otro, es también negar al otro en su calidad de persona, de fin en sí. Se lo
utiliza para satisfacer, mediante la acumulación de riquezas, el principio del
amor a sí mismo.
Son “hijos” o faltas menores de
la avaricia:
- el fraude
- el dolo
- el perjurio
- el robo y el hurto
- la tacañería
- la usura
VII . La Acidia (Pereza) |
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Es
el más “metafísico” de los
Pecados Capitales en cuanto está referido a la incapacidad de
aceptar y hacerse
cargo de la existencia en cuanto tal. Es también el que
más problemas causa en
su denominación. La simple “pereza”, más aún el
“ocio”, no parecen constituir
una falta. Hemos preferido, por esto, el concepto de “acidia” o
“acedía”. Tomado en sentido propio es una “tristeza de
animo” que nos aparta de las obligaciones espirituales y divinas, a
causa de
los obstáculos y dificultades que en ellas se encuentran. Bajo
el nombre de
cosas espirituales y divinas se entiende todo lo que Dios nos prescribe
para la
consecución de la eterna salud (la salvación), como la
práctica de las virtudes
cristianas, la observación de los preceptos divinos, de los
deberes de cada
uno, los ejercicios de piedad y de religión. Concebir pues
tristeza por tales
cosas, abrigar voluntariamente, en el corazón, desgano,
aversión y disgusto por
ellas, es pecado capital.
Tomada en sentido estricto, es
pecado mortal en cuanto se opone directamente a la caridad que nos debemos a
nosotros mismos y al amor que debemos a Dios. De esta manera, si
deliberadamente y con pleno consentimiento de la voluntad, nos entristecemos o
sentimos desgano de las cosas a las que estamos obligados; por ejemplo, al
perdón de las injurias, a la privación de los placeres carnales, entre otras;
la acidia es pecado grave porque se opone directamente a la caridad de Dios y
de nosotros mismos.
Considerada en orden a los
efectos que produce, si la acidia es tal que hace olvidar el bien necesario e
indispensable a la salud eterna, descuidar notablemente las obligaciones y
deberes o si llega a hacernos desear que no haya otra vida para vivir
entregados impunemente a las pasiones, es sin duda pecado mortal.
Son efectos de la pereza:
- La repugnancia y la aversión al
bien que hace que este se omita o se practique con notable defecto.
- La inconsistencia en el bien, la continúa
inquietud e irresolución del carácter que varía, a menudo, de deseos y
propósitos, que tan pronto decide una cosa como desiste de ella, sin ejecutar
nada.
- Una cierta pusilanimidad y
cobardía por la cual el espíritu abatido no se atreve a poner manos a la obra y
se abandona a la inacción.
- La desesperación de considerar
que la salvación es imposible, de tal manera que lejos de pensar el hombre en
los medios de conseguirla se entrega sin freno alguno a sus propias pasiones.
- La ociosidad, la fuga de todo
trabajo, el amor a las comodidades y a los placeres.
- La curiosidad o desordenado
prurito de saber, ver, oír, que constituye la actividad casi exclusiva del
perezoso.
En el fondo, la acidia se identifica
con el “aburrimiento”. Pero no con ese aburrimiento objetivo que nos hace
escapar de una cosa, de una situación o de una persona en particular. Más bien
se refiere al “aburrimiento” que sentimos frente a la existencia toda, frente
al hecho de existir y de todo lo que esto implica. La vida nos exige trabajo,
esfuerzo para actuar según lo que se debe, esfuerzo que no es ni gratuito ni
fácil. Cuando no somos capaces de asumir este costo (este trabajo) y
desconocemos aquello que debemos “hacer” en la existencia, la vida humana se
transforma en un vacío que me causa “horror”; se transforma en un vacío que me
angustia y del cual escapamos constantemente casi sin darnos cuenta. De hecho
‘aburrimiento’ significa originariamente “ab horreo” (horror al vacío).
Decíamos que la acidia es el más metafísico de los pecados capitales porque
implica no asumir los costos de la existencia, de escapar constantemente de
hacer lo que se debe, por no saber lo que se debe.
Fuente: http://sietepecados.blogdiario.com/